sábado, 21 de junio de 2008

Ni medios ni miedos. La autobiografía educativa de la periodista Nerliny Carucí

“El pasado es experiencia,
que el presente aprovecha y
el futuro perfecciona”.
Alicia Beatriz Angélica Araujo

El recuerdo más lejano que tengo de mi contacto con el mundo educativo es el de tres niñitos sentados en sillitas de mimbre, junto a su mamá leyéndoles una Biblia bien grande, blanca, de bordes dorados, con letras góticas al inicio de cada historia y llena de hermosos dibujos. Recuerdo, como si fuera hoy, a mi sonriente mamá, leyéndonos en voz alta las historias de David y Goliat, las historias de Jesús, y yo preguntando por todo, tanto que mis hermanos se molestaban y me decían que me callara.
Ya cuando eso vivíamos en Carora. Tendría yo como tres años y medio de edad. Mi hermana mayor, un año más y mi hermanito menor, uno menos. Los tres hablábamos mucho y nos reíamos en cantidad, en especial yo que hasta mis amigos me echan bromas y me dicen que debo tener “los dientes fríos de tanto reírme”. No teníamos televisor, ni radio. Estábamos alejados del mundo. Éramos muy pobres. Mi papá tenía que trabajar muy fuerte para poder llevar, a duras penas, dos comidas diarias a la casa. Apenas si nos alcanzaba el dinero para comer, mas tuve la fortuna de que mi mamá antes de casarse tuviera una amplia biblioteca –claro un poco antiguos los libros, pero me sirvieron para mucho.
Muchos años más tarde, al entrar a cursar la Especialización en Promoción de Lectura y Escritura de la Universidad de Los Andes Táchira, me enteraría de que lo que mi mamá hacía (leer en voz alta y dejarnos opinar), sirve para desarrollar las anticipaciones y las inferencias, y quizá ésa sea una de las razones por las cuales aprendí a amar la lectura. Poco a poco, se irán dando cuenta de que mamá siempre ha sido un factor incidente en mi vida educativa.
Sin contacto con los medios de comunicación, me fui criando en mundo cuyo único medio de distracción era la lectura y el placer de imaginarte cómo serían los personajes de las novelas, imaginarte cómo eran los Estados Unidos; en fin, cómo eran muchas cosas de las cuales lo único que sabía era el nombre o lo que había leído de otras personas. Fue tanto mi aislamiento de la actualidad mediática que, yéndome años después, un día en la universidad vi que decía en un libro “Manhatan” y pronuncié textualmente “Manhatan”. Todos se reían. Estaba perdida, no sabía casi de esos términos. O, la vez que dije “iceberg” y todos al unísono gritaron: “Aisberg” –como realmente se pronuncia en inglés.
En mi mundo no existía la tecnología como tal. Mas eso, en lugar de ser un factor negativo, me ayudó a desarrollar mis inteligencias visual y lingüística. Aprendí a escribir las palabras correctamente. Me ponía a leer libros únicamente para observar cómo se redactaba una autobiografía, una narración, una descripción, una carta. Anteriormente, no lo sabía, pero ahora sé que es una estrategia funcional para aprender a escribir y a leer. Por supuesto, esa estrategia me acercó a un cofre de habilidades lingüísticas y comunicativas que han mediado mi relación con los demás.
Sin embargo, a pesar de que sabía muchas cosas, mi contexto ejercía una gran influencia sobre mi forma de comportarme en sociedad. Separé la oralidad de la escritura: al escribir trataba de hacerlo lo mejor posible, pero al hablar, no me importaba. Rompía con todas las reglas gramaticales. De hecho, hoy día, a veces se me va la onda. El cuento es que los oriundos de Carora tienen la tendencia a cortar las palabras, por ejemplo: “vas a vení o vas pa’ Mérida”. O, “¿tenés o no tenés hambre?, porque yo no he comío nada toavía”. Dicha situación se repetía continuamente, sin que nadie me dijera nada, porque cuando tenía mis exposiciones en clase yo pronunciaba bien (¡claro sólo explicaba las ideas de otros!).
Un día, recuerdo que memorizaba tanto y tan rápido que, cuando estudiaba octavo grado, estaba en plena exposición, ya tenía como 35 minutos hablando -bueno repitiendo como una lorita- y de pronto dije “coma”, de (,), el signo de puntación, porque sencillamente mi cabeza fotografía todo, especialmente lo que me interesa. Menos mal no se dieron cuenta, pero desde ese día traté de tener más cuidado y hablaba más despacio para ir coordinando mejor mis ideas.
Entonces ya habían pasado cerca de diez años desde que había aprendido a leer textos escritos. ¡Ay!, ¡verdad que nos les he contado! Bueno, les informo que cuando ya tenía 4 años y medio podía leer todos los sonidos. Imagínense que cuando llegué al Kinder, en vez de ponerme a jugar con plastilina, como el resto de los niños, me ponía a leer un libro de cuentos que me había comprado mi papá que se llama Kikirikí. Estaba enfiebrada leyendo. Después, llegué a primer grado y ya leía los libros de segundo grado. Y así iba. Siempre llevaba un año de adelanto, en cuanto a contenidos educativos se refiere.
Mientras tanto el tiempo fue pasando y cuando salí de cuarto grado, varios profesores le propusieron al director que me promoviera al sexto grado, si lograba pasar una evaluación de conocimientos. Pero el director dijo que él no iba a decidir, sino que le dejaba la responsabilidad a la profesora de 5to grado, en cuya sección yo había quedado asignada. Ella dio un montón de excusas y finalmente dijo que no se podía, porque me iban a sobresaturar y... bueno qué sé yo. Lo cierto es que no me promovieron. Y, sinceramente, estoy agradecida con la vida de que haya sido así, porque aquel año fue una de las etapas más determinantes de mi vida educativa. La profesora Ángela reforzó en mí la necesidad de autoformarme y me dio herramientas para que yo aprendiera a interpretar textos y a comprenderlos. Incluso llegué a revisar textos universitarios y comencé a realizar mis primeros ensayos, defendiendo mi punto de vista con la ayuda de grandes pensadores.
Ahora que lo pienso, lo bueno de haber desarrollado el aprendizaje memorístico durante casi toda mi primaria, me ha sido muy útil para mi carrera como periodista y para mis redacciones académicas, pues siempre me monto en los hombros de gigantes -como dice Miguel Martínez, el autor del libro El Paradigma Emergente-; ya que, recuerdo frases de grandes historiadores y filósofos que guardan relación con mis escritos y con mis discursos en general. Uno se acostumbra a todo. Entre satisfacciones y frustraciones, vamos desarrollando nuestro propio sistema de aprendizaje. Yo siempre hacía simbiosis de métodos. Memorizaba para los exámenes y le ponía lo que los profesores querían que les pusiera, pero además siempre les agregaba algo diferente: lo que yo pensaba o lo que decían otros autores.
Mi madre me enseñó un método especial para aprender la lectura y la escritura. La asociación. Por ejemplo, la a es una bolita con una patica, la “u” es como un vasito, la e sólo subes y bajas... y así sucesivamente. Y para que memorizara más rápido, por ejemplo, si el autor se llamaba Francisco Meléndez, entonces, me decía: “Para que no se olvide relaciónalo con alguien que conozcas. El ex esposo de tu abuela Petra se llama Francisco, piensas en él y así vas... Es más fácil”. Y es cierto. Se memoriza más rápido y es muy difícil que luego se te olvide.
A pesar de que era muy traviesa y hablachenta, siempre sobresalía. Todo el tiempo hacía mis tareas. Creo que siempre hacía más trabajos de los que me asignaban. Mis vacaciones eran para leer, jugar y hablar. La única queja que recibía mi mamá era: “¡Su hija habla mucho, señora!”. Hasta que llegó un día cuando recibí mi primer castigo. Me dejaron sin recreo, porque no me sabía la tabla de multiplicar, sino hasta el 5. Estaba en quinto grado, por cierto. La profesora le dio tanta tristeza dejarme sin recreo (se le notaba en los ojos), que a los 15 minutos me dijo: “Vaya a jugar"; y me dejó salir con mis compañeros.
Ese día me alarmé y yo misma llegué a mi casa y me aprendí la tabla hasta el 9, de una sola vez. Le dije a mi mamá que me habían dejado sin recreo, porque no me sabía la tabla completa. Mi mamá sabía que yo sabía dividir, multiplicar, con decimales y todo, pero siempre lo hacía hasta el 5. Y por más que ella ya me había dicho que me la aprendiera, no lo había hecho. El día que me dejaron sin recreo, para que se me hiciera más fácil, mi madre me enseñó que los números tienen su propia canción. Repetí y repetí. 6x8=48. 6x8=48. Y así fui con el resto, hasta que me aprendí toda la tabla.
Después me fui volviendo camaleónica. Me adaptaba a todo. Aún lo hago. Se trata de acomodarnos al contexto para no quedar fuera de juego. Mi mamá me enseñó que uno siempre debe examinarlo todo, para tomar lo bueno y desechar lo malo. Yo aprovechaba al máximo los conocimientos y la pedagogía de cada uno de los profesores. Había unos muy buenos, otros no tantos, y otros normalitos, pero en el fondo todos aportaron mucho a mi desarrollo intelectual.
Deteniéndome un poco en el curso de mi experiencia educativa, noto que hay ciertos vestigios del enfoque mecanicista de la educación. La primera, es cuando nos decían: “Tienes que ir a la escuela. Allá te van a enseñar muchas cosas”. En esa frase aún se concebía la educación como un proceso vertical (¡ojo!, cuando digo concebía, es porque estoy hablando en pasado, pero aún hoy vemos situaciones similares), en el cual el profesor se encontraba arriba en la pirámide educativa y los estudiantes abajo. El docente se consideraba como el dueño del saber. Era el único que dominaba los conocimientos y los impartía a los niños, quienes los adquirían por medio de ejercicios que condicionaban el aprendizaje del niño.
La segunda se encuentra en la forma cómo los maestros castigaban a mis compañeritos, o con un “reglazo”, o dejándolos sin recreo, o halándoles las orejas. Esta práctica no es más que un claro ejemplo de la tradición mecanicista que impera aún en la escuela, la cual se caracteriza por hacer repetir “como loro” al estudiante unas habilidades, hasta que las haya aprendido y no cometa ninguna equivocación. Dentro de este enfoque el error es penalizado y no hay cabida para aprender sobre la base de las fallas.
La tercera la veo más claramente cuando recuerdo la forma cómo nos enseñaban las letras de manera aislada, sin ningún sentido significativo. Si no hubiera sido por la ayuda de mi mamá creo que hubiera tenido serios problemas para aprender a leer y a escribir. La comprensión de la realidad se daba desde lecturas abstractas, completamente descolgadas del contexto. Repetíamos y repetíamos hasta que parecíamos un cassette. Tarde o temprano ese método de enseñanza nos perjudica y, de hecho, afectó los procesos de formación de varios de mis compañeritos que tuvieron que repetir hasta tres veces un mismo grado.
Pero lo más triste es cuando la historia se repite. Era el año 1993, cuando llegué al Liceo Egidio Montesinos en Carora. Y me encontré con la misma situación de la escuela, profesores muy buenos que te ayudaban a desarrollar tus habilidades, y otros profesores mediocres que no dejaban que uno le llevara la contraria a los libros, ni a ellos. Estos últimos eran reproductores de esa concepción de que la ciencia es ciencia y no puede ser cuestionada. No obstante, igual me las ingenié para aprender. De nuevo, con el apoyo de mi mamá y el estímulo de mi papá, cada vez yo misma me asignaba nuevos retos y ponía a casi toda la familia a estudiar conmigo. Les explicaba, escuchaba sus opiniones y luego intervenía en clase y generaba discusiones. Con mi curiosidad, hacía que los profesores investigaran más, porque les preguntaba cualquier tema sobre el que yo no tuviera conocimiento.
Asumí una actitud proactiva. Abrí un cajón de herramientas para construir mi realidad, pero me seguía faltando una plataforma tecnológica y mass media. Por eso, cuando tuve la oportunidad de ingresar a la universidad en San Cristóbal, acabando de cumplir los 17 años, tuve la sensación de ser una extraña en otra galaxia. Pero también comprobé que nunca es tarde para entrar en contacto con el conocimiento. Jamás olvidaré la vez que la profesora de computación llegó y me preguntó en plena clase:
-¿Cómo entraste tú a la ULA, Nerliny?
Yo respondí, ingenuamente: -Por alto rendimiento.
Y la profesora casi atónita, dijo con ironía: -¡¿Quién sabe en qué liceo estudiarías?!
Y todo porque yo no sabía nada de computación. Pero más atónita quedó meses después, al enterarse que estaba disputándome el primer lugar de los estudiantes con más altos índices académicos.
La mujer no perdía ocasión para decirme que me iba a ver el año siguiente, porque y que yo no sabía nada de computación. Fue así cómo empecé una larga carrera de autoformación y transformación. Con la ayuda de dos de mis compañeros de estudio que tenían muchos conocimientos, logré establecer sintonía con la tecnología y construir un amplio diccionario en mi cabeza para poder entender y comprender toda la información que nos vomitaban los profesores, durante el primer año. Y aquí hay algo muy curioso. Uno de los muchachos se llamaba Douglas, tenía como 25 años, ya había estudiado Publicidad y Mercadeo. Como yo vi que él sabía mucho, le dije que siempre me sentaría a su lado para que me aclarara las dudas y así yo no interrumpiría al profesor cada vez que no entendiera algo. Y así fue. Él me iba pasando en un papelito las palabras que se daba cuenta que yo no entendía, o me decía en voz baja. Y cuando salíamos de clase me explicaba mejor. Yo hacía cada tarea como que fuera algo muy trascendental.
Mi mundo estaba empezando a acoplarse al del resto de los alumnos, incluso empezaba a superarlo. Los profesores se dieron cuenta de mi gran potencial y cada vez me prestaban libros más complejos. Pasó un año y en ese año había almacenado en mi CPU al menos la mitad de los conocimientos previos que había recibido durante mis primeros 15 años de vida. Tenía un pasado que me sirvió para desarrollar mi competencia comunicativa al máximo, y ello me facilitó el aprendizaje. Y pasé computación y, más importante aún, aprendí.
En segundo año de la universidad, ya había escampado en mi mundo. Ocurrió que ya tenía una plataforma que me permitió pasar de la simple interpretación a la crítica y de la comprensión a la explicación de los textos orales y escritos. Gracias al desarrollo de mi memoria en mis primeros años, lograba hacer síntesis de varios libros a la vez, pues recordaba frases disímiles que llegaba a fusionar en una sola teoría.
Uno de mis mayores logros en la universidad, como estudiante de Comunicación Social, fue mi tesis de grado. La trabajé con dos compañeros: Eduardo Soler y Jhenny Contreras; también periodistas. Sin saberlo realizamos una investigación a través de la triangulación. Ahorita que estudio la Maestría en Ciencias de la Educación Mención Lectura y Escritura es que me doy cuenta que logramos unir varias versiones para construir una historia, la de la ULA Táchira. Por un lado, usamos las noticias de la prensa, por otro revisamos una monografía de un profesor que había contado parte de la historia y, adicionalmente, hicimos entrevistas abiertas a los fundadores que aún estaban vivos, a sus familiares, así como a trabajadores y estudiantes antiguos y nuevos de la ULA.
Para resumirte un poco la historia, cuando me gradué como Licenciada en Comunicación Social, me becaron para que estudiara una Especialización en Promoción de la Lectura y la Escritura en la misma universidad. Y allí comencé a analizar, interpretar y comprender los procesos de enseñanza-aprendizaje o de formación mutua entre docente y alumno. Antes tenía mis propios sistemas de aprendizaje, pero no estaba consciente. Ahora, evalúo tanto mi aprendizaje, como los procesos cognitivos que se generan durante mi autoformación y mi relación con los demás. Aprendo de los errores. He desarrollado mi capacidad para autodetectar errores y convertirlos en fortalezas, lo cual ha sido muy beneficioso para mi desempeño como periodista de prensa escrita y ahora de radio.
¡Ah!, ¡ya se me iba a olvidar! No les conté que hace tres años, más o menos, logré aplicar el mismo empeño para la corrección de la escritura, en la oralidad. Y me ha ido muy bien. Aunque de vez en cuando soy muy folclórica y se me sale lo caroreño. En ese tiempo, he aprendido que apropiarme del lenguaje ha sido una de las herramientas más importantes –si no la más importante-, para entender a los demás, relacionarme con ellos y hacer que los otros puedan comprender la mayor parte de lo que siento y pienso. Pero sigo en ese proceso de crecimiento. Como dice el refrán: El que deja de crecer, empieza a envejecer.
Siempre te encuentras con oportunidades para crecer. Hace como un año me reencontré con uno de mis mejores amigos, Julio Romero. Él se ha convertido en un aliciente para que yo siga investigando y continúe con mi autoformación. Hemos estado investigando sobre Programación Neurolingüística, Cerebro Triuno, Liderazgo e Inteligencia Emocional. Y, definitivamente, nosotros interpretamos los textos y la vida es con nuestras experiencias, principios, ideologías y sentimientos. Toda esta información la he tratado de aplicar a mi nueva experiencia en la Maestría, donde hemos estado debatiendo sobre la necesidad de conocernos a nosotros mismos para comprender a los demás y aprender a existir -entre el pensamiento, el sentimiento y el lenguaje-, más que vivir como seres biológicos meros.
En este momento, tengo 26 años. Por razones muy personales me vine a vivir a Ciudad Guayana y me vi obligada a abandonar mi Especialización, pero ahora estoy como estudiante libre –como ya les dije- en la Primera Cohorte de la Maestría en Lectura y Escritura de la Universidad Nacional Experimental de Guayana y he estado entendiendo la frase del filósofo español Miguel de Unamuno: “Miremos más que somos padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado”.
Lo que queremos es construir una nueva praxis educativa donde el estudiante sea capaz de reflexionar y tenga la libertad para darle rienda suelta a su creatividad, a su espontaneidad, a su pensamiento, a su lenguaje, y pueda romper con el concepto de esa educación sin sentido que lo convierte, en la mayoría de los casos, en reproductor de las ideas y sentimientos de otros. Deseamos que el estudiante se sienta libre, autónomo, capaz y vivo, al momento de enfrentarse a su universo interior y al mundo de los otros.

*Periodista ULA-Táchira.
Estudiante de la Maestría en Ciencias de la Educación.
Mención Lectura y Escritura. UNEG.
Octubre, 2006

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